sábado, 7 de junio de 2014

1:

Un minuto. Sólo un minuto. La profesora de matemáticas decidió hacerlos sufrir hasta el último segundo. No tenían pensado cantar una canción, como en las películas. Pero en cuanto el timbre sonara en, ahora, cincuenta segundos, todos dejarían atrás el instituto.

-Cuarenta segundos. -le dijo su compañera, sentada detrás de ella.


Francesca miró el reloj colgado en la pared de la clase, sobre la cabeza de su profesora. Miró a su alrededor, todo era tan normal para ella que si lo miraba más de tres segundos se daba cuenta de cosas que nunca antes había visto. Desde los catorce años estaba en el instituto. Cuatro años. Cuatro largos años. Los mismos compañeros, la misma rutina, los mismos profesores... Después, todo iba a cambiar.

Diez segundos. Los alumnos empezaron a mirarse entre ellos. La profesora sonrió, le gustaba hacer que sus alumnos sufrieran. Se escuchaba la aguja del reloj, la aguja de los segundos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno...

-Feliz verano, señores. -dijo la profesora, sonriendo.

Los alumnos empezaron a recoger. Algunos, los más rápidos, salieron de clase los primeros. Otros se quedaron a despedirse de la profesora con una abrazo y un beso. La vieja profesora de matemáticas los había acompañado los cuatro años del instituto y, en el fondo, era una persona buenísima.

Francesca fue de las que salió corriendo, de las primeras. En cuanto salió por la puerta, y después de tropezarse con algunos otros que deseaban salir de aquella “cárcel”, se encontró con sus amigas. Las abrazó fuerte y sonriente. Todos lo estaban. Bueno, algunos melancólicos, lloraban por el cierre de aquella etapa. Sus amigas la acompañaron a casa. Abrió con sus llaves y entró. Se sintió rara a escuchar unas voces, hacía tiempo que su casa estaba en silencio.

-¿Mamá? -preguntó Francesca, al entrar en casa.

Cerró la puerta con el pie y dejó las llaves sobre la cómoda de la entrada. El bolso debajo del perchero y se adentró en el salón. Vio a su madre sentada en una butaca, pero no estaba sola, claro. En el sillón de tres plazas había una pareja. Ella era rubia y guapa, no la conocía pero su cara le resultaba familiar. Y él era un hombre, no muy viejo, pero canoso. Su cara sí que no le sonaba.

-Francesca. -dijo Gabriella, su madre, en cuanto la vio. Se levanto y caminó hacia ella. La pareja la miró con una sonrisa.- Ven, cielo. Te quiero presentar. Ellos son Sean y Nina Guntler.

-Hola. -dijo Francesca.

-Nina es la hermana de tu padre. -dijo Gabriella. Francesca la miró, no se lo podía creer.- ¿Te acuerdas que te contamos sobre ella?

-Sí, pero nunca la vi, mamá. -dijo Francesca.

-Pues aquí la tienes. -dijo Gabriella, señalando con la mano a Nina.

-Hola, Francesca. Es un placer poder conocerte de una vez. -dijo Nina, sonriente.- Yo en realidad ya te vi en alguna ocasión cuando eras bebé y en algunas fotos.

-Ven, siéntate. Ellos te van a contar un poquito. -dijo Gabriella. Tiró de su hija y las dos se sentaron en frente a la pareja.

-Yo soy Sean, Francesca. Estoy casado con esta loca de aquí. -dijo el hombre canoso. La tía de Francesca le golpeó despacio el brazo y él continuó hablando.- Nosotros te conocimos cuando eras pequeña, pero nos mudamos a Francia. No volvimos mucho, pero este verano decidimos pasarlo aquí, con nuestra hija. Victoria es un poco mayor que tú, llega la semana que viene de Francia.

-Te vas a llevar genial con ella. -dijo Nina, sonriente.

-¿Me voy a llevar bien con ella? -preguntó Francesca, mirando a su madre. No entendía nada.

-Verás, cariño. Tus tíos viven en la playa y se ofrecieron a acogernos este verano allí. -dijo Gabriella.- Yo no voy a poder ir, pero tú irás.

-¿Qué? ¡Mamá! No puedes tomar esa decisión por mi. -se quejó Francesca.

-La decisión está tomada. No tenemos dinero para que vayas a España de viaje y me parece una oportunidad fantástica para que conozcas a la familia de tu padre. -explicó Gabriella.

-Tenemos una casa casi al pie de la playa en el pueblo donde tu padre y yo no criamos. -explicó Nina.

-¿No hay vuelta atrás? -preguntó Francesca. Los tres adultos negaron. Francesca sabía perfectamente que discutir con su madre no traería más que problemas.

-Mañana por la mañana saldréis. -dijo Gabriella.

Pasaron toda la tarde hablando y tomando café. Pero Francesca se escapó a la mitad de la tarde, se fue a despedir de sus amigos. Aprovecharon y fueron a cenar para despedirse de Francesca todos juntos. Cuando Francesca volvió a su casa, su madre la estaba esperando en el salón sola.

-¿Y Nina y Sean? -preguntó Francesca cuando la vio sola.

-Están durmiendo, ya. -dijo Gabriella. Golpeó el sillón a su lado y su hija se sentó con ella.- Lo siento, cariño, pero tienes que ir.

-¿Por qué, mamá? ¿Por qué sin ti? -preguntó Francesca.

-Porque yo tengo que volver a empezar. Volver a tener una vida. Voy a trabajar y todo será más fácil para las dos así. -explicó Gabriella, acariciando el pelo de su hija.

-Te voy a echar de menos. -dijo Francesca antes de abrazarla.

-Y yo, mi amor. -dijo Gabriella abrazándola. Se separó y le separó un mechón de pelo de la cara.- Ve a hacer la maleta y a dormir. Ya verás como te lo vas a pasar genial con tus tíos y tu prima.

Con tus tíos y tu prima. ¿Cómo Gabriella podía llamarlos así si ni siquiera los conocían. Francesca era la primera vez que veía a Nina y a Sean. Y a Victoria no la había visto en su vida. Francesca respiró profundamente y se fue a su habitación. Pasó por delante de la puerta de la habitación donde dormían sus nuevos familiares y la miró fijamente. Parecía que así podría leer la personalidad de aquellos extraños.

Entró en su habitación y cogió su maleta, la maleta gris. Empezó a meter cosas, había mucho que llevar, serían tres meses largos. Cogió la otra maleta gris, algo más pequeña, y la llenó con lo que le quedaba.

Se fue para la cama temprano, pero Gabriella la levantó muy temprano a la mañana siguiente. Desayunó con su madre y sus tíos. Después de eso, cogió sus cosas y las subió al coche de Nina y Sean.

-¿Llevas el bañador? -preguntó Gabriella, despidiéndose de Francesca.

-Sí, llevo el rosa. -dijo Francesca.

-¿Solo uno? Cariño, viven en la playa, necesitas más de un bañador. -dijo Gabriella.

-Mamá, pero el resto no me sirven. -dijo Francesca. Después de la muerte de su padre, tanto Gabriella como su hija, adelgazaron mucho. Esto hacía que mucha de la ropa de ambas no les sirvieran a ninguna.

-Bueno, espera que te doy dinero y te compras alguno allí. -dijo Gabriella.

-Gabriella, déjalo. Nosotros le regalamos los bañadores, todos los que quiera. Como regalo de todos los cumpleaños que nos pasamos. -dijo Sean.- Vamos, nos queda mucho viaje por delante.


Gabriella se despidió de los tres con un abrazo y los dejó irse en el coche de la pareja. Francesca se sentó en los asientos traseros y escuchó a su tía hablar. Le estaba contando historias. Solo le quedaban seis horas de coche para llegar al destino de sus vacaciones.

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